Si se busca en internet este término, se verá que se entiende como superproducción lo que hoy se denomina blockbuster (o taquillazo). Yo no me quiero referir a las películas actuales, en las que gran parte del presupuesto se lo lleva la promoción publicitaria, sino a las superproducciones que florecieron en los años 50, 60 y 70 del siglo pasado. Eran películas de dimensiones colosales para la época, que requerían un enorme aparato de producción y cosechaban recaudaciones inmensas. Hoy ha cambiado de manera radical todo el panorama de la producción, distribución y exhibición de películas, y por ello puede ser interesante no olvidar cómo era entonces.
[Intentaré ofrecer un panorama general. Trabajo solo con mis percepciones y consultas de datos ocasionales —fechas, nombres, recaudaciones…— en Wikipedia y Filmaffinity. Las fotografías, salvo otra indicación, proceden en su totalidad también de Wikipedia y Filmaffinity, así que se hallan libres de derechos de reproducción, supongo. Cualquier corrección, matiz u observación será muy bien recibida.]

Las superproducciones, a menudo coproducciones entre estudios cinematográficos de diferentes países, fueron obras cinematográficas típicas de la Guerra Fría y el desarrollo económico posterior a la Segunda Guerra Mundial. Con ellas se ofrecían lujosos productos que también conferían prestigio, publicidad y dólares a los países que colaboraban en su rodaje.
Eran cine de evasión para las sociedades que trabajaban y crecían, y que superaban con tecnología y crecimiento demográfico la absoluta destrucción de la Segunda Guerra Mundial. O para las que trataban de abrirse al progreso exterior, como era el caso de España.
Eran muy típicos en estas películas de alto coste los siguientes rasgos:
– Argumento de ambientación histórica, con exteriores monumentales y vestuario espectacular, con vistosos colores y diseños, aunque poco rigor en la reproducción de la Historia.
– Escenas de grandes masas (ejércitos, batallas, muchedumbres…), que requerían complejos equipos de rodaje, atrezzo, alimentación, maquillaje y coordinación general.
– Reparto con actores muy famosos, incluso para desempeñar papeles muy pequeños. Fueron característicos aquellos affiches o carteles con un título de aspecto mineral, como esculpido en piedra, y con un montón de retratitos de las estrellas que figuraban en el reparto.
– Actores y actrices principales de físico atractivo, más que dotes de interpretación exigentes. Y con frecuente aparición en revistas, noticias o cotilleos. Su presencia arrastraba a las masas a las salas de cine.
– Conflictos amorosos muy extremos, a veces con cierta audacia, pero siempre dentro de los límites admisibles en el cine para todos los públicos.
– Escenas de acción que aprovechaban los últimos avances tecnológicos del cine (películas en 70mm, o proyecciones en Cinemascope, Cinerama, Technicolor, sonido estéreo…). Rara vez se optó por el blanco y negro como en El día más largo, de la que hablaremos en otra ocasión.
– Bandas sonoras orquestales muy ampulosas, infrecuentes hasta los años 50. Hasta entonces, la música —salvo excepciones— se entendía como acompañamiento de las imágenes. Algunos enormes músicos como Dimitri Tiomkin, Miklós Rozsá o Alex North se empeñan en crear un espectáculo musical paralelo, una poderosa sinfonía que amplía y potencia la película y al mismo tiempo vive por sí misma (tras el magisterio del gran Wolfgang Erich Korngold, el de El capitán Blood, El halcón del mar y tantas películas de aventuras con música prodigiosa). Muchas superproducciones contaban con una obertura musical introductoria, previa a la acción, mientras el público terminaba de acomodarse, y también con un tema para los intermedios. Hoy no se entiende ninguna película de calidad sin una banda sonora poderosa, pero esas prácticas han desaparecido.
– Metraje de las películas mucho más extenso que el habitual. Como decimos, algunas empezaban con una obertura musical, como las óperas, para indicar al público que debía tomar asiento. También ofrecían un intermedio para permitir que se comprasen bebidas, ir al servicio, fumar… Y un final musical también prolongado, para que aún resonase el recuerdo en el desalojo de la sala. Las películas podían durar hasta tres o cuatro horas.
Hoy puede llamarnos la atención que los efectos especiales de estas películas eran casi todos ópticos. Es decir: lo que filmaba la cámara era lo que se vería después, sin apenas posibilidad de retocarlo digitalmente tal y como se hace hoy. Los fondos mate y las pinturas que a veces ampliaban edificios u horizontes se filmaban conjuntamente con la escena, mediante planchas y espejos. Las maquetas alcanzaban un nivel de virtuosismo extraordinario. Las escenas de acción eran tremendamente arriesgadas y no eran raros los accidentes. Los actores principales tenían que hallarse en muy buena forma física para representarlas, por más que en las secuencias más peligrosas fuesen sustituidos por dobles. En las escenas de masas, a veces se juntaban miles de extras, o figurantes, a los que había que vestir, alimentar, coordinar y atender otras necesidades.


A diferencia de los blockbusters actuales o películas de alto presupuesto, pensadas para conseguir elevados ingresos en el menor tiempo posible, las superproducciones buscaban dominar la taquilla durante meses, y a veces durante años enteros. Las distribuidoras pactaban con cada sala de cine el porcentaje de taquilla que se repartirían en función de su situación, sus características técnicas, su aforo y otros aspectos. No se contó hasta mucho más adelante con la explotación en televisión, y era entonces inimaginable el mercado de vídeo en ningún formato, ni apenas el merchandising de juguetes o camisetas (aunque hubo). Hasta Tiburón (Jaws, Steven Spielberg, 1975), el sistema de las superproducciones y coproducciones se mantuvo vigente. Con Spielberg y George Lucas, se abriría un nuevo tipo de producción cinematográfica, muy distinto en su financiación y sus metas (véase el apéndice al final de este documento).

ALGUNAS GRANDES SUPERPRODUCCIONES RELACIONADAS CON EL CID.
Lo que el viento se llevó (1939) del productor David O. Selznick, suele recordarse como primera gran superproducción de fama internacional y éxito rotundo. Es una película de cuidadísima estética, guion, producción y acabado, que incluso diez años después de su estreno era un título principal en los cines (en España no se estrenaría hasta 1949). Sin embargo, hubo muchas anteriores, desde los tiempos del cine mudo (Cabiria, en 1914, de Giovanni Pastrone, Intolerancia, de David W. Griffith, en 1916), y sobresalieron en la Italia fascista (Escipión el Africano, en 1937, y La corona de hierro, en 1941). También las filmaría la Rusia soviética, y destaca entre ellas Liberación (1970), una serie monumental de cinco películas sobre la Segunda Guerra Mundial rodada con intención patriótica y propagandística (¡con escenas de batallas de cientos de tanques auténticos!).
Tras la Segunda Guerra Mundial, se convirtieron en el gran espectáculo que admiró Occidente, y que procedía de los Estados Unidos. El color, las pantallas enormes y las grandes estrellas de cine fueron su rasgo diferencial. Fueron grandes éxitos Quo Vadis?, de Mervin LeRoy (1951), y La túnica sagrada, de Henry Koster (1953), que incorporó a su vistoso colorido el uso del Cinemascope. Cleopatra, de Joseph L. Mankiewicz (1963), superó con sus costes desorbitados todas las previsiones, y le costó un año entero de taquilla recuperar la inversión inicial a pesar de alcanzar el éxito comercial en todo el mundo. La extraordinaria Espartaco, de Stanley Kubrick (1960) fue una de las primeras rodadas en España y desveló las posibilidades de rodar en un país con sueldos bajos, ausencia de sindicatos, costes muy reducidos, colaboración oficial e infraestructura cinematográfica experimentada, a pesar de que su gobierno fuese una dictadura cuestionada por las democracias occidentales. Paradójicamente, el guionista de la película, el escritor Dalton Trumbo, fue investigado en Estados Unidos por sus simpatías izquierdistas.


A decir verdad, el cine de superproducción histórica se basó en el modesto género del péplum y no al revés, es decir, en el cine de aventuras de origen italiano ambientado en una antigüedad fantasiosa. Eran películas de bajo presupuesto, con elementos reutilizables de una producción para otra. El cine norteamericano se fijó en estas rentables producciones, y proyectó imitar su mecánica y emplear sus posibilidades en las películas de gran presupuesto. Así se hizo en Ulises, de Mario Camerini y Mario Bava (1954), coproducción ítalo-franco-estadounidense, rodada en inglés, y con las grandes estrellas masculinas Kirk Douglas y Anthony Quinn, norteamericanos, y las italianas Silvana Mangano y Rosanna Podestá como actrices femeninas principales.

En 1956, Cecil B. De Mille filmó Los diez mandamientos, película bíblica en la que Charlton Heston (véase el artículo a él dedicado en este blog) interpretaba el papel de Moisés. Con Ben-Hur, en 1959, remake de otra superproducción muda de 1928, y El Cid, en 1961, Heston se convirtió en el actor más cotizado en las superproducciones. También actuó en 55 días en Pekín, con Ava Gardner, en 1963, en Kartum (Khartoum, 1966), donde interpretó al general Gordon, héroe y mártir del asedio, y en El tormento y el éxtasis (The agony and the ecstasy, 1965), en el papel del angustiado pintor y escultor Miguel Ángel en su creación de la Capilla Sixtina. No dejaría de aparecer en La historia más grande jamás contada, como San Juan Bautista, o en Los tres mosqueteros (1973) y Los cuatro mosqueteros (1974), de Richard Lester, en el papel del cardenal Richelieu. Aún aparecería, incansable, en La batalla de Midway (1976), en El planeta de los simios (1968), y en películas de catástrofes como Aeropuerto 75 (1975) y Terremoto (1974). Y de nuevo en El planeta de los simios (2001) interpretando nada menos que a Zaius, el orangután legislador, ¡con una diatriba contra las armas de fuego!
Por otra parte, España siguió siendo escenario de grandes superproducciones gracias a su sol, sus facilidades, su inexistencia de conflictos sindicales, sus dobles de acción sin limitaciones, sus equipos de filmación competentes y sus millares de extras a bajo coste. En los años sesenta destacaron Lawrence de Arabia (1962) y Doctor Zhivago (1965), extraordinarias películas de Metro Goldwyn Mayer dirigidas por David Lean. Sin olvidar La caída del imperio romano (1964), también producida por Samuel Bronston. Por desgracia para Bronston, esta película marcó su decadencia. Se endeudó para producirla de tal manera que, cuando la película fracasó en taquilla, el imperio Bronston se declaró en bancarrota. Aunque Samuel Bronston todavía produjo algunas películas más, nunca pudo remontar el desastre.
SUPERPRODUCCIONES DE ANDAR POR CASA
No podemos dejar de recordar las falsas superproducciones, o películas de módico presupuesto que imitaban la apariencia externa de las grandes producciones para luego ofrecer películas de resultados a menudo mediocres y a veces también estimables —dentro de sus limitaciones—, a pesar de la doblez de su intención. Así, por ejemplo, se rodaron con rapidez en España y en Italia (a menudo en coproducción) decenas de películas que parasitaban los éxitos recientes y aprovechaban la estela de su promoción. En el mismo castillo de Belmonte se filmó, sin ir más lejos, Las hijas del Cid al año siguiente del rodaje de la de Bronston, Mann y Heston, en 1962. La película fue escrita, producida, filmada y estrenada con toda rapidez, y dirigida con oficio por Miguel Iglesias. Tenía en su reparto un actor extranjero sonoro y asequible, Roland Carey, y se centraba en el episodio de la afrenta de Corpes, trama con gran potencial sexual y violento que no se trataba en su película de referencia. El mismo Roland Carey protagonizó en 1964 Los bárbaros contra el imperio romano, apresurada película italiana de aventuras que quiso explotar el éxito previsible de otra producción de Bronston, La caída del imperio romano (¡del mismo año!). Fuera cual fuese su rendimiento en taquilla, seguro que salió mejor parada que la película que le costó su propio imperio a Samuel Bronston.



Cartel de la película Los bárbaros contra el imperio romano, producción a rebufo del éxito previsible de la película de Bronston La caída del imperio romano, que en realidad fue un fracaso de taquilla.
Estas superproducciones de mentirijillas solían ser rentables: en poco tiempo recuperaban su exiguo coste y aun recaudaban ganancias (y si no funcionaban muy bien en taquilla, tampoco se perdía mucho). Después se destinaban al cine de sesión continua, donde cosechaban un pingüe recorrido comercial como complemento de programación. Así, de las superproducciones bélicas (tema que pide otro artículo) surgieron imitaciones de medio pelo que han subyugado a cineastas actuales como Quentin Tarantino, autor que incluso las ha imitado a su vez. Y también hablaremos en alguna ocasión de los spaghetti westerns y su influencia en el cine de Hollywood.
De niño me harté a ver películas de este jaez —de las caras y de las de saldo— en el cine de mi pueblo, Motilla del Palancar, y en el cine que programaba mi padre cuando dejó la Metro, el Universal Cinema, que imperaba en la Plaza de Roma, en Madrid. No me pregunten si mi afición por la historia o mi actividad en la novela histórica tienen, por ventura, alguna relación con ello. Tal conexión es una absoluta obviedad. En aquellos tiempos previos a la aparición del vídeo, vi en el Universal Cinema Los tres mosqueteros y Los cuatro mosqueteros todas las veces que pude. Como tantas otras películas maravillosas que me pusieron en la pista de un asombroso mundo de libros y un pasado de aventuras.
Pero esa es otra historia.
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Apéndice
En el año 73, con la crisis del petróleo, Metro cerró sus sucursales en Europa y se propuso reducir gastos al máximo. Para hacernos una idea del cambio que supuso la crisis del 73 en el cine, digamos que en los años siguientes los grandes taquillazos fueron Tiburón (Jaws, 1974), cuyo presupuesto de menos de 4 millones subió a 9 por problemas de rodaje; La guerra de las galaxias (Star Wars, 1977) o Alien, el octavo pasajero (Alien, 1981), que costaron 11 millones cada una; o El padrino (The Godfather, 1976), que costó seis. Una película como El Cid necesitó 12 millones de dólares quince años antes. Y todas juntas no llegarían al coste de Cleopatra en su tiempo, que fue de 44 millones. Sin embargo, cada una de las películas mencionadas de los años 70 y 80 alcanzaron recaudaciones inimaginables, de varios cientos de millones de dólares (y Star Wars más que todas ellas juntas, si añadimos los productos de juguetes o franquicias asociadas). La primera de ellas, Tiburón, marcó el futuro del negocio del cine (estrenos veraniegos, público juvenil y estrenos simultáneos en centenares de salas). Después vendría la crisis endémica del cine propiciada por el vídeo, ya fuese VHS, DVD o Blu-Ray, los vídeos de alquiler y la televisión en streaming. Desde entonces, los costes de las películas se han incrementado más por su promoción que por su creación.
SI QUEDAN GANAS DE MÁS:
Sobre el origen italiano de las superproducciones: Blogs 20 minutos. El cine Kolossal y las superproducciones, el esplendor del cine histórico italiano de principios del siglo XX.
Sobre Tiburón, su rodaje y sus efectos: Revista Jotdown. Cómo Tiburón cambió la industria del cine
José Alfaro. La imagen encantada. (¡libro extraordinario!) Comentario en El desván de mis libros
