Es tan curioso como evidente que el famoso cuadro de Caravaggio descubierto en la galería Ansorena, se pintase de manera simultánea al que pintó Mario Minniti, su amigo, colega y modelo siciliano. Muestra un interludio minucioso en la etapa siciliana de Michelangelo Merisi, más suelta y desembarazada. Si tal cuadro no se menciona en mi novela La isla de Caravaggio, pues no se conocía durante su redacción y tampoco se trataba de referir un catálogo, me ha resultado grato que su hallazgo no resulte disonante sino muy concorde con la trama y con los personajes. Muy bien pudiera ser una de las obras que al final de la novela se disputan el conde de Lemos, ya virrey de Nápoles, Alof de Wignacourt y los caballeros de Malta y el papa Paulo V y su sobrino Scipione Borghese.

Primera imagen, de Caravaggio, tras la restauración. Segunda, de Minniti. Compárese la diferencia en el tratamiento de manos o la audacia de la composición. Modelos, tema y atrezzo son los mismos. (La obra de Minniti se hallaba en la catedral de San Paolo en Medina, Malta. La de Caravaggio se exhibe en el Museo del Prado, al menos durante nueve meses).


Hay una secuencia en La isla de Caravaggio en la que se reencuentran Merisi y Minniti en la casa de Minniti, en Sicilia. Yo había leído abundantes estudios que recogían este encuentro y, como en toda la novela, procuré ajustarme a la realidad en la mayor medida posible.

Mario Minniti había sido amigo de Caravaggio en Roma. También fue su modelo en varias ocasiones. Como aprendices, pintaron en el entorno de Pandolfo Pucci, «monseñor Ensalada», llamado así porque solo les daba esa comida, y el de Lorenzo Siciliano, del Caballero de Arpino y de Antiveduto Grammatica. Minniti es el mozo al que le birla un anillo la moza gitana que le dice la buenaventura. Y también es el famoso y ambiguo Baco de la Galería de los Uffizi.

Es lugar común caravaggesco que se hable del erotismo homosexual de estas escenas. Su sensualidad es evidente, pero tendríamos que matizar: estas pinturas de galería eran encargos concretos. Y fueron encargos de un hombre muy aficionado a las veleidades homoeróticas: el cardenal Del Monte, protector romano de Merisi en esos días. De hecho, terminada la época romana, Caravaggio no vuelve a ese tipo de pinturas.

Años después, Minniti se marchó de Roma con su esposa, a la que ni el cada vez más golfo Caravaggio ni sus amigotes le gustaban un pelo, y con razón. Mientras Merisi se forjó en Roma su fama de pintor poderoso y pendenciero, el matrimonio se estableció en Siracusa, en Sicilia, y Mario Minniti se dedicó a surtir de cuadros dignos, ya que no tan geniales como los de su amigo, a las iglesias cercanas o las galerías modestas de la burguesía local. Como había estado en Roma y en contacto con lo más granado del arte de su tiempo, Mario Minniti cosechó con su trabajo una fortuna no desdeñable. Allí se pagó su casa propia con su taller, crio dos hijos y vivió tranquilamente con su esposa, e incluso dio trabajo a algunos aprendices que le preparaban las telas o los colores como era costumbre en la época.
Tal y como ocurrió en la realidad (y en La isla de Caravaggio), Minniti y Merisi se reencuentran en Siracusa, entonces perteneciente a la corona de Aragón, y es sabido que el mismo Minniti acogió al fugitivo cuando huía de los caballeros de Malta. Le permitió usar su taller con sus pinceles, telas y colores, y además le buscó encargos entre sus mismos clientes ponderando las cualidades y fama del pintor lombardo. Tanto, que Merisi alcanzó en aquella Sicilia española el ápice de su fama y los mejores precios que alcanzó jamás, a pesar de que su cabeza también lo tenía, en Malta. Sin duda alguna, Mario Minniti era un buen amigo y un buen hombre. Da pie a la escena de donde extraigo este fragmento:
«Merisi de Caravaggio miró a Minniti de Siracusa. Michelangelo Merisi vestía, como siempre, de harapos. No tenía dónde caerse muerto. Los hombres más ricos y poderosos de la cristiandad se habían disputado sus telas y su persona con el mismo encono que ahora lo perseguían. En cambio, a Mario Minniti nadie lo conocía ni lo buscaba fuera de su tranquila Siracusa. Merisi vendía sus cuadros a los grandes señores que los estimaban como joyas preciosas, y Minniti vendía imágenes baratas a particulares e iglesias modestas. A pesar de ello, era Caravaggio el errante fugitivo que vestía andrajos; y un próspero y más carirredondo Minniti era quien lo acogía en su casa. Si no era un palazzo, tampoco faltaban camas limpias cada noche, ni comida en la mesa para él, para su familia y para los invitados que hubiese. El aurea mediocritas de Minniti se completaba con una esposa e hijos pequeños que le alegraban el final del día.»
El bueno de Minniti no solo acogió a Caravaggio, también le prestó su taller, el atrezzo y posiblemente hasta los mismos modelos. Se ha especulado que el Ecce Homo de Ansorena perteneciese a la etapa romana de Caravaggio, pues dista su estilo de otras obras de este periodo. Es verdad que otras obras como el Entierro de Santa Lucía o la Adoración de los pastores difieren un tanto en su estilo suelto y cercano al esbozo, si bien no es disonante con las Salomés de las Colecciones Reales de Madrid o la de la National Gallery de Londres, que son del mismo periodo.


Es innegable que los Ecce Homo de Merisi y el de Minniti comparten modelos y elementos, ya que no composición ni factura. Merisi superpone las figuras, las tuerce, las activa y las mueve; mientras que Minniti se atiene a una composición más estática, sin muchas complicaciones con las manos o la anatomía.
No me extraña que la profesora María Teresa Terzaghi reconociese la mano de Caravaggio nada más ver el cuadro. Lo que me sorprende es que se atribuyese durante años al círculo napolitano de Ribera, existiendo tan evidente similitud entre ambos Ecce Homo de los viejos amigos de Roma. En todo caso, cabría pensar que el cuadro de Minniti fuera una interpretación del cuadro de Caravaggio o de quien fuese, con soluciones simplificadas en manos y figuras. Un análisis minucioso de la tela ha revelado la factura habitual del lombardo: pinceladas reconocibles, ausencia de boceto al carbón y marcas como mucho con el pincel para encajar la figura. La obra, restaurada por un equipo dirigido por Andrea Cipriani, podrá verse en el Prado al menos durante unos meses. El comprador misterioso de este Caravaggio que llegó a estar a la venta por mil quinientos euros (¡si me llego yo a enterar!) ha prestado su adquisición a la pinacoteca española.
Huelga decir que hay que aprovechar para ver este hallazgo inesperado. Ocasión lujosa, que coincide con la restauración del David del Prado, el otro Caravaggio de la pinacoteca madrileña. Por cierto, debemos su conservación al celo del virrey de Nápoles don Pedro Fernández de Castro, el conde de Lemos, el mismo que amparó la Segunda Parte del Quijote. ¡Tiempos asombrosos, cuando una misma persona podía acceder directamente a tan capitales maravillas!
«Michelangelo Merisi relató a su amigo Minitti lo ocurrido en Malta, sin demasiados detalles, mas sin callar la fuga de la isla y la animadversión que había cosechado entre los caballeros.
«—El mismo de siempre. Pintando cuadros que quitan el habla, y escapando por los pelos de alguna espada.»

Dativo Donate.
Fuentes de las imágenes:
Wikimedia Commons: Paintings by Caravaggio – Wikimedia Commons
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