Estos palíndromos responden al modelo de La Discreta Academia, que consta de una historieta, que precede al palíndromo y lo justifica, más el palíndromo en mayúsculas, al final. Ya se explica en la anterior entrada de Diez palíndromos discretos.
Y vamos con ellos:
Consejo dudoso de un influencer (antes «crítico») gastronómico de paladar tan abierto como poco encomiable: SI ASÁIS A LA MONA O CABRA, BARBACOA NO MALA SÍ ASÁIS.
¡Es la hora de comer! Pero, mirad, no siempre el buen ingrediente compone el mejor banquete: ACÁ, VED, ASÉ MALA MESA DE VACA.
En una tienda de vinos a granel (hay una en Cuenca, muy buena), me pondera un cliente una oferta de promoción por la que regalan un litro por cada arroba de un vino sencillo. Y aunque tal cliente huye de sofisticaciones, se muestra muy concreto en su pedido: ASÍ ME DAN UNO POR ARROBA, SIN AROMA A MORA NI SABOR RARO. ¡PON UNA DE MISA!
Increpa y denigra al bebedor, o se admira de su capacidad de ingerir líquidos: ¡EBROS, BARES ESE SER ABSORBE!
Dos profesores de Biología discutían animadamente sobre genética en el transcurso de una quedada con otros compañeros alrededor de un barbacoa donde debían cocinar. Tan embebidos estaban en su discusión que se distraían de su asumido compromiso con la parrilla y la preparación de los embutidos y carnes que debían servirse. Alguien les recriminó su dispersión y los llamó al orden: ¿ALLÍ CROMOSOMAS ASAMOS O MORCILLA?
Molesta o celosa, prohíbe tajante a su pareja o cónyuge toda muestra de prodigalidad con rosquillas dulces hacia una tercera que la incomoda: A ESA, DONUTS TÚ NO DAS, ¡EA!
El líder de Sendero Luminoso cenaba de vez en cuando en cierto restaurante y un día le preguntó al dueño cómo podía admitir en sus mesas lo mismo a guerrilleros que a militares que a políticos de muy contrario signo. El dueño del local le respondió, pragmático: «LEA MI BAREMO: CADA CREER, CADA COMER, ABIMAEL».
Cuando se entera del nombre del pueblo donde pararán a comer, un viajero tiene la certeza de que allí comerá magníficamente y sin sorpresas desagradables: ¿ERA MOTILLA? SOPAS —NO CON SAPOS— ALLÍ TOMARÉ.
Estaba yo en la ferretería para llevar una olla exprés, cuya válvula se atascó precisamente cuando vinieron mi cuñada y mi sobrino a comer a casa con mi mujer, conmigo y con mis dos hijos, un domingo. Y le dije al ferretero: SE ATORA: ROTA ES. Y él me respondió, tras echar cuentas con los dedos: SI ESA OLLA FALLA, FALLÓ A SEIS.
Protesto la cuenta de un restaurante argentino. Respóndeme el camarero: A TAL PLATO, TAL PLATA.
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Quien revise y corrija los textos propios con exigencia cabal puede entender la famosa cita de Oscar Wilde: «Hoy he trabajado hasta la extenuación: esta mañana quité una coma y esta tarde la he vuelto a poner».
Revisar un texto propio de cierta extensión suele ser una tarea tan inevitable como agotadora. Conlleva innumerables repasos, consultas y reescrituras. Por otra parte, tras charlar con muchos escritores acerca de este particular calvario, detecto un extraño suplicio que todos parecemos compartir. De la primera caja del libro recién impreso, tómese un ejemplar. Abrámoslo al azar. Invariablemente nos espera allí, burlona y escurridiza, una errata monstruosa, evidente, humillante, triunfal.
Los libros de Pàmies corregidos por Conchi Gábana, o los de Ediciones de La Discreta revisados por Ana Isabel Espejo o por Fernando Arias, entre otros, suelen hallarse libres de mácula o imperfección alguna. ¡Donosa habilidad, sobrenatural, taumatúrgica!
Figura de arriba: galerada o prueba de imprenta del Ulysses con correcciones de James Joyce. Imaginemos la cara del impresor al recibirla, en una época en que las páginas todavía se componían con tipos de letra móviles, a mano.
Por mucho que se revise un texto, al final los errores asoman por aquí y por allá como el moho en un alimento desatendido. Felizmente, muchos de estos deslices se pueden evitar con algunos procedimientos bastante sencillos, que yo he aprendido tras notorios tropezones míos o de otros desventurados.
El primero es casi elemental: jamás optemos por las sustituciones automáticas. Si hallamos una palabra usada en exceso, lo mejor es ir cazándola poco a poco. Podemos buscarla con los recursos informáticos pertinentes (Control+B, por ejemplo, en Word), para emplear sinónimos o cualquier otro remedio contra el abuso léxico. Es mejor ir paso a paso que lamentarlo luego. Y, con mayor razón, jamás hagamos sustituciones automáticas al final de todo el proceso de corrección. Se puede liar bien gorda.
En cualquier caso, cuando sustituyamos palabras, conviene observar el contexto amplio de la palabra que se cambia. Se corre el riesgo de alumbrar cacofonías, repeticiones y otros efectos indeseables.
No confiemos jamás en los correctores digitales. Nunca. No entienden lo que hacen ni saben lo que pone en el texto ni les importa. Pueden multiplicar los problemas en vez de resolverlos y, además, les da lo mismo hacerlo. Huelga recomendar que tampoco se confíe la revisión de forma o estilo a ninguna inteligencia artificial. Aunque parezcan funcionar asombrosamente, las IA cometen errores estruendosos con olímpica desvergüenza.
Ortografía y gramática son saberes necesarios para cualquiera que escriba. Si hay dudas con algún aspecto, conviene consultar en la RAE. Además del diccionario, la Real Academia Española tiene un Twitter también con ese fin. Y si googlear la duda suele bastar para responderla, tampoco es acertado fiarse de cualquier recomendación o muestra. Por ejemplo, una duda razonable que se plantea a menudo aflora en si los títulos, cargos y dignidades como papa, rey, reina, condesa, presidente y otros, se escriben con mayúscula inicial o con minúscula. Para eso podemos consultar el Diccionario Panhispánico de Dudas o DPD (aunque está sin actualizar), y también la Fundéu (FUNDación de Español Urgente). La ortografía en línea de la RAE no ofrece búsquedas sencillas. No es fiable consultar una fuente de origen o prestigio desconocido. Hay quien se inventa normas para justificar sus elecciones personales o se acoge a normas obsoletas.
Un procedimiento habitual para revisar textos consiste en imprimir el texto y corregir sobre papel. Es una provechosa medida, y aún será mejor si la combinamos con una práctica de acreditada utilidad: cuando vayamos a revisar un texto, dejemos pasar siempre un cierto tiempo entre escritura y revisión. Es conveniente hacerlo así porque el cerebro se acostumbra al texto y lo recuerda como unidad. Muchas veces será incapaz de advertir algunos errores agazapados entre los renglones, que más tarde aparecerán sueltos y tan campantes por nuestro texto impreso.
Para evitar tan temible efecto, divulgo un truquillo que hará pensar a quien llegó hasta aquí que hoy debió de rezar alguna buena oración y que no se va de vacío, si no lo conoce; y es truco propio hasta donde yo sé: selecciónese el texto que se quiera revisar y cámbiese el tamaño y el tipo de letra por otros diferentes aunque legibles, por ejemplo, de Calibri de 12 puntos a Times New Roman o a Courier de 14 o Arial de 16. De ese modo, se rompen líneas, se alteran los párrafos, el cerebro se enfrenta a un texto con una forma nueva e inesperada y los errores son más fáciles de advertir. Útil, fácil y eficaz.
Cabe añadir también otro uso corrector, muy provechoso para detectar las odiosas repeticiones inadvertidas o los efectos cacofónicos, y que también ayuda a vigilar el decurso de las oraciones y su adecuada cadencia. No es otro que la lectura en voz alta. Si la combinamos con las triquiñuelas detectoras mostradas con anterioridad, habrá ya pocos errores que se nos resistan.
En cualquier caso, la medida más efectiva siempre consiste en que revise también el texto alguien que sepa hacerlo. Los amigos predispuestos y capaces son maravillosos. Los profesionales expertos escasean y son, además, joyas poco reconocidas en el mundo de la literatura. La figura del corrector o correctora es imprescindible en toda editorial o empresa de difusión de contenidos que se precie, al igual que la revisión cuidadosa es parte fundamental de todo proceso de escritura.
(Si se conoce o se emplea cualquier otro procedimiento de revisión, será muy bien recibido en los comentarios).
Sobre el uso de mayúsculas en sustantivos referidos a cargos institucionales:
(Los sustantivos comunes papa, rey o presidente y similares se escriben con inicial minúscula excepto si son parte de un nombre propio: calle Reina Isabel. Si bien se suele aceptar inicial mayúscula en documentos oficiales, y cuando se refieren al monarca o pontífice vigentes, lo preceptivo con los nombres comunes es el uso de inicial minúscula)
Muchas personas curiosas que conozco se quedarán prendadas de Juan Luis Vives (1492-1540), español hoy relativamente desconocido. Fue un intelectual poderoso que escribió muchos libros que hoy no interesan a nadie porque están todos en latín. Se pasó la vida escribiendo y enseñando fuera de España. Fue miembro del séquito de Catalina de Aragón en Inglaterra, e ingenio muy estimado por Tomás Moro y por el cardenal Wolsey. Se marchó cuando la reina española le indicó que pronto no sería bien visto —ni él ni español alguno— por el iracundo y visceral Enrique VIII, que ya tonteaba detrás de la Bolena. Se afincó después en Lovaina, donde se casó. Allí escribió y publicó gran parte de su obra.
De toda ella, a los recreadores y amantes de la cultura material del Siglo de Oro nos puede enamorar un tesoro humilísimo e incalculable. Juan Luis Vives quiso actualizar el latín y tratarlo como una lengua viva y pujante, pues lo hablaban y escribían las personas cultas de toda Europa. Para ello escribió unos Diálogos, breves, muy ágiles, con escenas de la vida cotidiana. Igual que en un moderno manual de idiomas, en ellos se ofrecen escenas de la vida cotidiana en que los personajes hablan de ropas, de plumas y tinta, de juegos de cartas y de todo género de asuntos de la vida, fundamentalmente estudiantil, o presentan escenas de costumbres en una familia burguesa. Y, así, se visten, juegan, cocinan, hablan sobre detalles del atuendo y reviven todos los momentos que pudieran dar lugar a mostrar un latín remozado, aplicado a la vida moderna y no solo a los textos clásicos. Quiso enseñar un latín práctico, desligado de la sobriedad exacta de César o de Cicerón, de los primores de Virgilio o Catulo, y también desvinculado del ámbito eclesial. Ya digo, conozco a muchas personas a quienes va a enamorar Juan Luis Vives.
No regresó a España. En parte, porque sus raíces ya eran errantes y europeas. En parte también porque la Inquisición —ese organismo que se podrá entender en su tiempo histórico, mas no disculpar y menos aún celebrar o reivindicar— había quemado vivo a su padre en 1524, y había hecho desenterrar los huesos de su madre, muerta en 1509 por causas naturales, para quemarlos públicamente en 1528. La causa era que la familia había profesado la religión hebrea y, en el ámbito privado, aquellas gentes habían mantenido costumbres propias de judíos tras la conversión forzosa de 1492.
La esposa de Juan Luis Vives, Margarita Valldaura (1505-1552), provenía de una familia de judíos valencianos afincados en Lovaina, que acogieron a Vives a su regreso de Inglaterra. Ella fue su discípula al principio, y luego su ayudante, su escribana, correctora de textos y supervisora en la imprenta. El matrimonio recibió propuestas para regresar a España, que no aceptaron.
Vives además denostaba el ambiente académico español, acotado, competitivo y atento a la repelea de cátedras y cargos. A pesar de ello, tampoco cedió a las tentaciones del extranjero y se mantuvo todo lo español que pudo. Con una pequeña pensión de Carlos V como pago a sus servicios diplomáticos, se dedicó también al comercio, que compuso su principal sustento. Los Vives no pudieron mantenerse del mundo de la cultura, que los apasionaba. Sin embargo, se puede considerar a Juan Luis Vives el antecedente de los profesores de idiomas y de la moderna didáctica de lenguas extranjeras. Solo fracasó en su afán principal: su aspiración a convertir el latín en una lengua viva.
Retrato anónimo de Juan Luis Vives. Museo del Prado. (Wikipedia)
A quien le interesen —como a mí— los pormenores de la pluma y la tinta y el papel que se empleaba en los tiempos de Juan Luis Vives, el maestro le ofrece un tesoro de preciosos datos: cómo elegir un buen papel y cómo comprarlo; cuál es la mejor manera de preparar la tinta para su uso; si conviene o no utilizar orina para diluir la tinta (¡él aconseja no hacerlo!); qué algodones deben usarse en el tintero y para qué; de dónde sacar buen polvo secante; cómo preparar una pluma para escribir, aunque aquí da menos detalles de los que yo quisiera; cómo y para qué usaban los estudiantes la escritura y cómo la practicaban… Igualmente ofrece valiosísimas minucias sobre la vida cotidiana o el vestido: qué se viste sobre qué, cómo vestirse y desvestirse, y cómo cuidar un vestido… Bajo el envoltorio de las lecciones de latín, la información de la vida cotidiana bulle con una gracia inesperada y, para los practicantes de la recreación, gozosamente vigente.
Quien quiera comprobar lo dicho, y gozar y escarbar en los escritos de Juan Luis Vives, tiene acceso a sus Diálogos en el enlace adjunto. Salus et fortuna vobis sit.
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